jueves, 7 de abril de 2011

Matias Grunewald


Crucifixion.
Al mismo tiempo que Alberto Durero importaba los modos comedidos y racionalizados del Renacimiento, un pintor alemán llamado Matthias Grünewald trabajaba en una vertiente completamente distinta. Mientras Durero buscaba el equilibrio y la armonía perfecta del ser humano, Grünewald se volcó en la tradición de su país, que arrancaba de la obra de los grandes artistas flamencos del siglo XV, mezclados con un sentido para el drama y lo expresionista que caracterizarán el arte alemán hasta nuestros días. La singularidad de Grünewald sólo puede compararse con un espíritu igual de individual como el de El Bosco, estrictamente contemporáneo de éste y de Durero. La Crucifixión es sin duda la obra maestra de Grünewald, aquella que mejor define su estilo. Forma parte del llamado altar Isenheim, un tríptico que muestra en su panel central esta escena digna de un melodrama.Grünewald ha tomado al pie de la letra la descripción de la muerte de Cristo en el Evangelio: el cielo se oscureció y un ruido como el de un gran trueno desgarró el aire. En efecto, el cielo está negro y la tierra sombría. El pintor ha agrandado el cuerpo de Cristo, mucho mayor que el del resto de las figuras, con una intención claramente expresiva: es mayor, es más visible, ocupa por completo el protagonismo de la escena, llena por sí mismo todo el centro y la parte superior de la superficie pintada. Las manos de Cristo están crispadas como un manojo de sarmientos resecos, sus pies están deformados en una posición imposible anatómicamente hablando. Su cabeza cae con la boca completamente abierta, en el vivo retrato de la más cruda agonía. Bajo el cadáver, María Magdalena implora con desesperación mientras María cae desmayada en brazos de San Juan Evangelista. Estos son los personajes que aparecen en la Escritura. Pero además, al otro lado tenemos una figura, San Juan Bautista, que había muerto antes que Jesús y que se considera la prefiguración de Cristo muerto, puesto que instauró el bautismo y fue el primer mártir en morir por su fe cristiana. Es la única figura que conserva la serenidad, ya que se trata de una imagen intemporal, sin relación con los acontecimientos reales que se narran. Señala a Cristo y sirve de introducción para el espectador. Sostiene las Escrituras, el libro en el que se anuncia la llegada del Mesías, y a sus pies está el cordero del sacrificio al que se sometieron tanto San Juan como Jesús. Junto al cordero está el cáliz donde se recoge la sangre de Cristo, en alusión a la Eucaristía.

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